Giovanni Sartori debía estar un poco harto de la murga hegeliana acerca de las supuestas filosofías de la historia cuando escribió sarcásticamente que “el liberalismo sigue siendo la única ingeniería de la historia que no nos ha traicionado”. Pero era verdad. Esa humilde doctrina, que se cimenta en una observación tan simple como la de que todo poder tiende a causar miedo y sufrimiento a las personas pero que su supresión total es inviable y solo cabe embridarlo como a una bestia mediante normas impersonales y abstractas, esa humilde verdad es la que ha hecho posible el progreso de la humanidad. Un progreso que no es lineal, constante ni uniforme, ni es igual para todos y en todos los sitios, pero que es patente para quien quiera mirar y contar. Contar con cifras no con jeremiadas, claro.
¿Qué es el liberalismo? ¿Una doctrina, un partido, una cultura, un talante, una forma de actuar? Difícil responder, como todo lo que es histórico no se puede dar un concepto del liberalismo. Pero sí se puede dar algún rasgo nuclear suyo.
Por ejemplo, que el liberalismo es lo contrario del radicalismo. El radical va a la raíz de los problemas para solucionarlos de una vez por todas. El liberal predica en contra de ello, defiende que es más prudente tratar sólo los síntomas de esos problemas, mediante la contención y el reformismo progresivo. Cualquier doctrina que se sustente en un cambio antropológico de la condición humana como base de futuro es sospechosa de conducir al desastre. Las relaciones de poder, de arriba abajo, nunca desaparecerán y es peligroso hipotetizar un camino que nos pretenda llevar a un mundo sin dominación. Marx, que era un liberal en cuanto al futuro final que defendía, incurrió en ese error.
El liberalismo aprecia y defiende la limitación como una herramienta imprescindible para convivir. ¿Limitación de qué? Pues de todo, pero sobre todo limitación de la voluntad política. Decía Pierre Rosanvallon que en el mundo moderno laten escondidas dos utopías que pelean incansables: la utopía de la voluntad y la utopía de la regla impersonal. Pues el liberalismo se apunta decidido a la segunda: su ideal es el de un mundo en que el poder esté despersonalizado mediante reglas anónimas. Y eso vale para la política y para la economía: el mercado del liberal quiere ser el reino de una regla que no pueda estar a la disposición de nadie.
Apreciar la limitación significa creer firmemente que la política misma es una actividad parcial y limitada. No es el ámbito privilegiado de realización del ser humano, ni mucho menos. Y apreciar la limitación implica también defender con convicción y a contracorriente que la democracia posible es una democracia muy limitada. Limitada mediante la exclusión del pueblo del Gobierno y mediante la exclusión de muchos asuntos del ámbito de lo decidible. Anatema para la política correcta, claro.
El liberal es individualista. Acérrimo e irreductible. La persona individual es el único agente moral relevante a la hora de construir el mundo de las reglas sociales. Estas existen solo para propiciar el desarrollo de la autonomía personal en la construcción de la propia vida, mediante su generalidad y su predictibilidad. Naturalmente que el humano es un ser socialmente construido y que precisa de la sociedad, pero ello no cambia nada en su valoración: el mundo humano es un reino de fines, nunca de medios. La sociedad, las naciones, el Estado, todo, existe para el ser humano, nunca al revés.
El liberal cree que la sociedad debe estar organizada de forma que el ser humano pueda perseguir autónomamente su felicidad. No para hacerle feliz, sino para permitirle construir su felicidad. La suya. Algo que suena muy mal en esta España nuestra en la que eso de la pursuit of happiness siempre ha sonado a egoísta, ñoño y simplón comparado con la profundidad de los mensajes redentoristas que nos prometen un mundo justo y cabal. O de los nacionalismos que nos prometen una identidad satisfecha. O del perfeccionismo que quiere construirnos felices él solito. O prohibirnos pensar autónomamente acerca del pasado y del presente, como nos guste. Candidatos a profetas es lo que sobra en nuestro pasado y presente, liberales a la Stuart Mill es lo que falta. Y se nota.