“No hay ninguna obligación, al defender o afirmar el derecho a hablar, de comentar la verdad o el mérito de lo que se pueda decir o se diga”, escribió Christopher Hitchens. Las palabras que es un riesgo decir nunca han sido las que coincidían con la visión mayoritaria. A veces la primera imagen que se viene a la cabeza es la de alguien que se enfrenta al dogmatismo de los poderosos, un héroe que paga un precio por su libertad. No siempre es así: el derecho a la libertad de expresión es también el derecho a decir idioteces.
Las redes sociales, que fomentan el intercambio de información y potencian nuevas maneras de relacionarse, también facilitan que se extiendan insultos y calumnias. Hemos visto el acoso a personas de perfil público, episodios como los 18.000 tuits antisemitas durante un partido de baloncesto, la condena a un año de cárcel a un hombre que escribió “¿Alguien podría pegarle un tiro en la nuca a la Infanta? Porfis” en su perfil, el caso del cantante César Strawberry, la identificación de un tuitero que “exaltaba la violencia de género y el terrorismo” y actuaciones judiciales causadas por unos tuits del concejal de Ahora Madrid Guillermo Zapata sobre ETA y el Holocausto.
Estos comportamientos son muy minoritarios, pero han causado alarma. En 2014 el ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, dijo que había que limpiar las redes sociales de indeseables y puso en marcha la Operación Araña, que en octubre pasado, según escribió Alfonso Pérez Medina en el semanario Ahora, había provocado más de sesenta detenciones en tres fases distintas. Los expertos y los jueces discrepan sobre cómo se debe abordar el asunto, la vigilancia gasta recursos que podrían tener mejores usos y en muchos de los casos que leemos hay un componente de arbitrariedad preocupante.
En las últimas semanas varias personas han sido condenadas por lo que han escrito en las redes sociales. Una concejala tendrá que pagar 6.000 euros por insultar al rey y a su familia. María Lluch Sancho, de 24 años, ha sido condenada a dos años de prisión por publicar en su cuenta de Twitter chistes sobre víctimas de la banda terrorista ETA, lanzar mensajes de ánimo a la organización y lamentar la muerte de uno de sus miembros. La sentencia señala que las expresiones vertidas “rezuman maldad sin paliativos y entran de lleno en las previsiones típicas del artículo 578 del Código Penal”, que castiga el enaltecimiento o la justificación públicos de los actos terroristas, así como la humillación y menosprecio de las víctimas.
Los comentarios -vertidos con su nick Madame Guillotine y algunos de los cuales se pueden leer en la sentencia- son a menudo chistes reciclados, que muchos hemos oído en el colegio o en el instituto, y reflejan inmadurez y una incapacidad de ver al otro. Demuestran también la ignorancia de Lluch con respecto al funcionamiento de las redes sociales. No es lo mismo hacer chistes de mal gusto con amigos que escribir algo en una red social. Si se te ocurre un comentario a tu juicio brillante y provocador y tienes la tentación de escribirlo pero al final piensas que es mejor no hacerlo, es muy poco probable que lamentes tu decisión. Hay sitios más seguros para expresar ideas criminales, racistas u homófobas que ante los 790 seguidores de la cuenta de Twitter de Madame Guillotine: por ejemplo, entre el público de un campo de fútbol.
Los comentarios de Lluch Sánchez, que no ha mostrado arrepentimiento, pueden resultar ofensivos para personas que han sufrido enormemente. (Irene Villa, víctima de ETA y protagonista de muchos de esos chistes, ha restado importancia a casos similares.) Sin embargo, al mismo tiempo parece claro que no hay una incitación real a la violencia. Tampoco creo que la haya en la inmensa mayoría de estos casos: falta la capacidad. Esa incitación debería ser el límite.
Las penas severas y algunas restricciones a la libertad de expresión en materia de terrorismo obedecen a razones históricas. La democracia ha derrotado al terrorismo. Algunas de las normas que servían para combatirlo pertenecen a otro momento: no se adaptan a las nuevas realidades sociales y comunicativas y tampoco son el mejor instrumento para enfrentarse a las variedades de terrorismo que nos amenazan actualmente.
La ignorancia con respecto a las redes sociales y sus consecuencias legales es menos deprimente que la inhumana frivolidad moral de los tuits. Pero no tiene ningún sentido una condena tan severa por decir tonterías.
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