En octubre de 1789, una multitud de mujeres de los barrios populares de París, empujadas por la hambruna y los rumores de la represión monárquica a los alcances de una Revolución en ciernes, marcharon hacia el palacio de Versalles para exigir comida. No solo lo consiguieron, sino que protagonizaron un momento simbólico en el inevitable derrumbe del antiguo orden francés.
Pan. Una palabra sencilla, pero que contenía una demanda urgente, fue lo que pronunció la mujer antes de desmayarse a los pies de su anfitrión. Luis XVI, el monarca heredero de una tradición que presentaba a la monarquía como una obra sancionada por gracia divina, miró sorprendido a la plebeya caída. Como pudo, la alzó y con uno de sus ayudantes logró volverla en sí.
El rey miró a las mujeres, haraposas, rudas, que osaban presentarse ante su regia persona. Si pan querían, pan tendrían. Sin más, dispuso que se enviara a París algo del excedente del palacio. Un poco de pan, pensó, aplacaría los ánimos.
Luis, un hombre blando de carácter, aficionado a la cerrajería y que evitaba hacer actividades los días 21, por recomendación de su astrólogo, no podía creer lo que veía desde las amplias ventanas de Versalles. Afuera, apostada ante las verjas se concentró una multitud de mujeres hambrientas, mojadas por la lluvia y armadas con picas, cuchillos carniceros y algunos cañones tomados desde el ayuntamiento de París. Demandaban comida.
Una vez despedida la comitiva, el rey se reunió con sus asesores. Pensaba que la situación estaba bajo control, pero la multitud en su mayoría se quedó en las afueras de Versalles. Tenían hambre. Y henchidas por la revolución incipiente, estaban dispuestas a hacerse valer a punta de palos.
Es 1789 y en Francia todo parece posible. La profunda crisis política y económica derivada del déficit monetario había obligado al monarca a convocar a los Estados Generales, una reunión en que representantes de los estamentos sociales, nobleza, clero y estado llano, buscarían una solución. Se planteó que los dos primeros grupos, hasta entonces exentos de impuestos, debían contribuir al erario nacional.
Pero las cosas comenzaron a fluir de otra forma. Los comunes quisieron adelantarse a los acontecimientos y formaron una Asamblea Nacional que sancionara las reformas sociales, que estimaban, eran necesarias para el reino. Reunidos en la sala de juego de pelota de Versalles, ante un intento de impedirles una reunión, se juramentaron sancionar una Constitución el 20 de junio de ese año.
“El tercer estado triunfó frente a la resistencia unida del rey y de los órdenes privilegiados, porque representaba no sólo los puntos de vista de una minoría educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más poderosas: los trabajadores pobres de las ciudades. especialmente de París, así como el campesinado revolucionario —explica Eric Hobsbawm en su clásico libro La era de la Revolución (2003, Editorial Crítica). Pero lo que transformó una limitada agitación reformista en verdadera revolución fue el hecho de que la convocatoria de los Estados Generales coincidiera con una profunda crisis económica y social”.
En realidad, las hambrunas eran relativamente comunes. Ya se habían registrado a lo largo de la década e incluso durante ese mismo año. Pero esta vez hubo más razones para el descontento. Las negativas de la nobleza a conceder algunas de las reformas exigidas habían exacerbado el descontento popular. Ello, sumado a la carestía, dio fondo a un estallido popular desde las barriadas parisinas que demandaban reformas y comida.
“Las desastrosas cosechas de 1788 provocaron nuevamente una carestía en el precio del grano, lo que condenó a la hambruna a buena parte de los sectores populares. En 1789, el precio del pan alcanzó límites escandalosos, lo que en una sociedad repleta de campesinos y pequeños artesanos precarios supuso una caída de los más débiles del lado del hambre y la miseria. El número de mendigos se incrementó, lo que generó una mayor inestabilidad y una efervescencia social extremadamente sensible”, detalla Íñigo Bolinaga en su Breve Historia de la Revolución Francesa (2014 Ediciones Nowtilus).
La situación en el agro pronto fue perjudicial. “Afecta a los campesinos, pues significa que los grandes productores podrán vender el grano a precios de hambre, mientras la mayor parte de los cultivadores, sin reservas suficientes, pueden tener que comerse sus simientes o comprar el alimento a aquellos precios de hambre, sobre todo en los meses inmediatamente precedentes a la nueva cosecha (es decir, de mayo-a julio)”, complementa Hobsbawm.
“El empobrecimiento del campo reduce el mercado de productos manufacturados y origina una depresión industrial —agrega el historiador inglés—. Los pobres rurales estaban desesperados y desvalidos a causa de los motines y los actos de bandolerismo; los pobres urbanos lo estaban doblemente por el cese del trabajo en el preciso momento en que el coste de la vida se elevaba”.
Allons enfants de la Patrie, Le jour de gloire est arrivé
En julio, el rey destituyó a su ministro de finanzas, Jacques Necker, quien era partidario de ceder e introducir reformas. El monarca se rodeó de nobles ultraconservadores quienes le aconsejaron proceder con mano firme, convocar regimientos a la ciudad y recuperar el control. Asustados por la posibilidad de una disolución de la Asamblea, los parisinos decidieron actuar. Sumado a ello la especulación, el alza de los precios y la presencia de las tropas mercenarias suizas y alemanas, comenzaron los saqueos, y las revueltas. Hasta entonces era una protesta por el hambre, pero el temor a la represión motivó a la multitud a buscar armas y pólvora. El 14 tomaron la Bastilla, una vieja fortaleza medieval que por entonces solo tenía siete prisioneros. Esa tarde los asaltantes consiguieron su botín. Era el símbolo de un viejo sistema que caía.
Por su lado, los burgueses, propietarios y profesionales, organizaron la Guardia Nacional, una milicia que se procuró llevar una escarapela con los colores azul y rojo, de la ciudad de París, más el blanco de la monarquía. A su cargo, se nombró a un militar cubierto de apoyo popular por su participación en la guerra de independencia de los Estados Unidos y que aseguraba fidelidad a la monarquía, el Marqués de Lafayette.
Luis XVI cedió. Retiró las tropas y restituyó a Necker. Incluso visitó el ayuntamiento de París, donde se entrevistó con el astrónomo Jean Sylvain Bailly, el primer presidente de la Asamblea y recién elegido alcalde de París, quien le entregó la escarapela tricolor. El rey la miró curioso y luego la colocó en su fino sombrero. Sonrisas para la multitud, quejas para sus adeptos. Tiempo después, como diría Lope de Vega, pagaría con lágrimas la risa.
Pero los cambios no se detuvieron. Pronto los revolucionarios abolieron los privilegios de la nobleza, eliminaron la servidumbre y los diezmos de la Iglesia. Además, se estableció el derecho a propiedad y se proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. “En virtud de este, todos los hombres nacen libres e iguales, y todos ellos tienen unos derechos naturales e imprescriptibles, y es incumbencia del Estado protegerlos y garantizarlos: libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión. Cuatro divisas muy en consonancia con la mentalidad liberal-burguesa de los miembros de la Asamblea que apartaron al sistema estamental, pero que no tuvieron en cuenta las condiciones reales de los menos afortunados”, explica Bolinaga.En solo unas semanas, borraron de un plumazo un orden social milenario.
Mujeres al frente
Pero el rey no aceptó el documento. Se negó a promulgarlo al igual que los decretos emanados de la Asamblea que abolían el antiguo orden. Para colmo, había escasez de alimentos, los precios subieron y la incertidumbre ante el lento avance de las reformas crecía como la espuma. La tensión estaba en el ambiente y no tardaría en volver a estallar.
“La ciudadanía, azuzada por la oratoria de Desmoulins, Gorsas o Loustalot, así como por las proclamas radicales del periódico de Marat, L´Ami du peuple, interiorizaba la idea de que en cualquier momento podía darse un nuevo golpe contrarrevolucionario, protagonizado esta vez por los sectores moderados de la revolución -detalla Bolinaga-. Menudeaban ya las protestas pidiendo pan y asociando la crisis de subsistencias a la presunta culpabilidad de gente como La Fayette, contra quien las constantes proclamas de los más extremistas empezaron a hacer mella entre el vulgo”.
Es octubre de 1789. Por entonces, los periódicos eran breves folletos asociados a partidos o movimientos que informaban de algunos hechos del día y sumaban columnas y ensayos escritos por sus redactores. En las planas de Le Moniteur universel, Le Vieux Cordelier, Le Père Duchesne y L´Ami du peuple, circulaban proclamas, resúmenes de las discusiones en la Asamblea, opiniones, y noticias varias redactadas por la pluma de figuras del proceso como Camille Desmoulins, Jean Paul Marat, entre otros.
Fue por esa vía que París se enteró de una noticia que solo inflamó más los ánimos. En medio de la crisis, el rey ofreció un gran banquete a los oficiales del regimiento de Flandes recién llegados a Versalles. En realidad, era una vieja costumbre militar, pero el momento era complejo. Pese a llevar la escarapela tricolor en sus uniformes, los militares, envalentonados por el alcohol y los discursos altisonantes, pronto lanzaron las insignias revolucionarias al suelo y profirieron estridentes gritos de apoyo al rey y la reina a quienes aclamaron de manera exagerada cuando aparecieron para saludar. Los temores de un golpe monárquico que restauraría el Antiguo Régimen, parecían justificados.
Apenas se supo de los hechos en la capital, de manera espontánea un grupo de mujeres de los barrios populares se organizó. “Indignadas por todo lo que estaba sucediendo, se concentraron frente al ayuntamiento reclamando pan y reformas, entre gritos y cuchicheos acerca de la inutilidad de sus maridos, que al parecer y según ellas, eran incapaces de comprender la magnitud de lo que estaba sucediendo. Asaltaron el edificio en busca de grano y armas, y desde allí se las desvió a Versalles, argumentando que no servía de nada hacer presión frente a una corporación municipal que compartía sus reclamaciones pero no tenía poder para alterar las cosas”. Ellas mismas debían tomar el asunto por sus manos.
Fue así que armadas con palos y con todo lo que encontraron, la mañana del 5 de octubre marcharon hacia el palacio. A su paso, la gente les vitoreaba y les entregaba ánimos. Poco a poco, se sumaron efectivos de la Guardia Nacional. Enterado, Lafayette intentó disuadirlos, pero no lo consiguió. Ni siquiera en su condición de héroe nacional. Por temor a la insubordinación, y para mantener el orden, el Ayuntamiento le pidió que tomara el mando de la tropa y partiera a Versalles acompañando a las manifestantes.
Tras seis horas caminando bajo la lluvia, llegaron a la residencia real. Presionaron para entrar, pero se les comunicó que solo podrían recibir a una delegación. De esta manera se eligió a seis de ellas, quienes, acompañadas por Joseph Mounier, el Presidente de la Asamblea, entraron a un salón donde fueron recibidas por el rey. Fue allí que ocurrió el incidente del desmayo de una de ellas, exhausta por la caminata, la espera y el hambre.
Otras mujeres fueron parte del proceso revolucionario. Algunas desde las letras. La escritora Olympe de Gouges redactaría la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791), texto que proponía la igualdad de derechos de la mujer respecto a los hombres. Por supuesto, solo recibió burlas, e incomprensión de ellos. Finalmente subió al cadalso en 1793 por su oposición a Robespierre y su cercanía hacia los girondinos, el bando moderado.
¡El rey al balcón!
Pero la historia no acabó allí. A la mañana siguiente la multitud aprovechó la poca presencia de guardias para infiltrar el palacio. Las mujeres corrieron, subieron las escaleras y comenzaron a buscar la habitación de la reina María Antonieta, a quien se le achacaba una personalidad frívola y derrochadora. Los guardias reales dispararon, dieron muerte a una de las manifestantes, pero fueron reducidos y degollados. Y así avanzaron por los pasillos de cortinaje fino, alfombras delicadas y enormes espejos.
Entonces la reina dormía. Alertada por el bullicio alcanzó a despertar y se refugió en los aposentos de Luis junto a sus damas de honor, apenas unos instantes antes de que la multitud irrumpiera en su dormitorio. En ese momento apareció Lafayette y consiguió apaciguar los ánimos. Las mujeres salieron acompañadas por la Guardia y se quedaron en los jardines. Pero los encopetados nobles se estremecieron cuando comenzaron a escuchar los gritos: ¡el rey al balcón!
El marqués, comprendiendo la gravedad de la situación, convenció al monarca de asomarse y saludar. Los asesores y la reina trataron de disuadirlo. Pero el veterano de la guerra estadounidense, con sentido común, argumentó que la gente solo deseaba confirmar que él estaba ahí y no había arrancado. En su opinión, no había nada que temer.
Secándose el sudor, y consumido por los nervios, el soberano caminó hacia el balcón. Apenas se asomó alguien gritó ¡viva el rey! aliviado, sonrió y saludó. La gente exigió que marchara a París con ellos. Con un leve gesto, Luis dio a entender una tibia aquiescencia.
Mas, la muchedumbre exigió la presencia de la reina. Esta, acompañada por el delfín Luis y la princesa María Teresa, se presentó ante el pueblo. Le gritaron que entrara a los niños. La austríaca quedó sola, expuesta ante los manifestantes. Algunos le apuntaron. Se temió el regicidio. Entró Lafayette en escena y de manera pomposa le hizo una reverencia. Otra versión indica que fue la soberana quien hizo un grave saludo al pueblo reunido. Como sea, su angustia acabó cuando escuchó algo que no oía hace mucho: ¡viva la reina!
La exigencia de la multitud era volver a París junto a la familia real, para que estos conocieran de primera mano sus problemas. Escoltados por Lafayette el trayecto de vuelta pareció más una larga caminata por el campo. Los guardias repartieron pan, la gente celebraba eufórica, las mujeres cantaban viejas canciones populares y encendían hogueras. Todos, nobles y plebeyos sabían que dejaban en el camino un viejo orden. Hobsbawm lo resumió con una comparación literaria. “El resultado de la Revolución francesa fue que la época de Balzac sustituyera a la de madame Dubarry”.
Fuente: La Tercera – Culto