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Liberalismo, feminismo, democracia

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Dentro de pocos días se celebrará el Día Internacional de la Mujer, que volverá a congregar a decenas de miles de personas -entre ellas no pocos hombres- en las calles españolas: un éxito movilizador que adquirirá este año mayor repercusión si cabe por la cercanía, acaso no del todo accidental, de las próximas elecciones generales. Se repetirá de nuevo la curiosa imagen de una sociedad que protesta casi unánimemente contra sí misma. ¡Todos estamos de acuerdo! O lo estamos, al menos, cuando el propósito del feminismo se formula de manera minimal: como consecución de la igualdad entre hombres y mujeres. De ahí que la movilización pueda interpretarse principalmente en términos simbólicos: a la vez protesta retrospectiva contra un pasado indeseable y reforzamiento emocional de una causa que ha acumulado en los últimos años un formidable capital político.

Cuando esa definición minimal deja paso a una discusión más detallada sobre medios y fines, sin embargo, la cosa cambia: defender la necesidad de que hombres y mujeres disfruten de los mismos derechos y oportunidades no es lo mismo que identificar las discriminaciones que tienen su origen en la diferencia sexual y, hecho esto, diseñar las políticas adecuadas para aminorarlas. Alcanzar la plena igualdad entre hombres y mujeres presenta así dificultades análogas a las que plantea alcanzar la plena igualdad entre hombres o la plena igualdad entre mujeres; se trata de un ideal más que un objetivo plenamente realizable de una vez por todas.

No se trata con ello de desnaturalizar la causa feminista metiendo en el mismo saco problemas distintos. Insisto: es preciso identificar aquellas vulneraciones de derechos o falta de oportunidades vitales que obedezcan a la preferencia injustificada del hombre frente a la mujer. Pero esa tarea ya causará discrepancias que no resultan aparentes cuando se enuncia de manera abstracta el objetivo general de la igualdad. Piense el lector en asuntos tan distintos como la prostitución, la presencia de las mujeres en las carreras técnicas, la violencia sexual o el llamado lenguaje inclusivo: cada uno arrastra su controversia. Y aunque es un éxito incontestable del feminismo haber situado sus reivindicaciones en el centro de la agenda pública, que no exista un partido feminista al que vote la mitad del electorado deja patente que la transversalidad de la causa se corresponde asimismo con una pluralidad de sensibilidades. Hablar en nombre de todas las mujeres es, literalmente, imposible.

Que no existe un feminismo, sino muchos feminismos, es cosa sabida; igual que no hay un solo liberalismo ni un único socialismo. Y no solamente porque puedan distinguirse distintas olas en el pensamiento feminista, cada una de las cuales va incorporando novedades de manera paulatina; también porque en el interior del feminismo conviven diferentes corrientes teóricas, a menudo muy alejadas entre sí: desde el maternalismo que ve en la reproducción biológica una diferencia que debe ser reconocida y cultivada, al feminismo de la igualdad que interpreta cualquier divergencia en preferencias o competencias como una distorsión originada en la cultura. En líneas generales, el feminismo radical persigue una transformación profunda de las estructuras sociales con el fin de cambiar por completo nuestras vidas; el feminismo liberal, por su parte, se «conforma» con promover la igualdad formal -política y legal- de las mujeres. Recordemos que el vocabulario antisistema empleado en la convocatoria inicial de las movilizaciones del año pasado produjo en la cúpula de Ciudadanos una reserva inicial que hubo de ser corregida sobre la marcha ante la incomprensión generalizada: los matices son peligrosos cuando se ponen en juego millones de votos.

Ahora bien: quizá se repara menos en la circunstancia de que el feminismo, que según la morfología de Michael Freeden sería una ideología «delgada» que carece de un programa total para la organización social sino y más bien se ocupa de un aspecto -fundamental sin duda- de esa sociedad, puede a su vez ser asimilado de distintas formas por las ideologías «gruesas» de la modernidad. Es algo que ya ha sucedido con el ecologismo, que también eclosiona públicamente como parte de los nuevos movimientos sociales en los años 60 tras haber conocido algunas prefiguraciones: raro es el partido que no incorpora a su programa un capítulo dedicado a las relaciones socionaturales. En ese sentido, nos parece mucho más natural que el socialismo haga suyo el feminismo a que lo haga el liberalismo, como queda patente en la mencionada inspiración anticapitalista de una parte significativa del movimiento feminista. Y quien dice anticapitalismo dice, también, antiliberalismo o crítica del liberalismo: el famoso lema «lo personal es político» constituye una aguda crítica de la separación liberal entre las esferas pública y privada. Se plantean con ello dos problemas interesantes: uno, cuál sea la relación del feminismo con la democracia liberal; otro, cuál es la relación del liberalismo con el feminismo. Sin posibilidad de extenderme, me limitaré a hacer dos apuntes al respecto.

Sobre lo primero, resulta chocante que todavía abunden quienes piensan que la causa feminista ha prosperado a pesar de la democracia liberal y no gracias a ella. Al hacerlo, parecen confundirse planos distintos de la teoría liberal, que ciertamente tiene la singularidad de suministrar la estructura organizativa de la democracia moderna y de defender al mismo tiempo una particular concepción de la buena sociedad donde la libertad individual recibe una atención preferente. No obstante, es la cualidad abierta de la democracia liberal -que será mayor o menor en la práctica según los casos- lo que hace posible que nuevos puntos de vista, con sus correspondientes demandas, hagan su aparición en la esfera pública y con ello transformen paulatinamente el cuerpo social. Es razonable concluir que la imaginación moral puede expandirse con mayor facilidad allí donde los ciudadanos puedan expresarse y organizarse libremente. Eso no significa que el esfuerzo y las movilizaciones no sean necesarias: no pidamos tanto. Pero la orientación normativa de la democracia liberal ha sido una ayuda, más que un freno, para el feminismo.

En cuanto a la relación entre liberalismo y feminismo, está lejos de ser artificiosa: el héroe liberal John Stuart Mill denunció «el sometimiento de la mujer» allá por 1860, en gran medida debido a la benéfica influencia de su esposa Harriet Taylor. ¡Un matrimonio al que dedicó un libro el mismísimo Hayek! Para un liberalismo que se preocupa por las condiciones que exige el ejercicio de la libertad, en fin, la igualdad entre hombres y mujeres constituye un tema natural. El liberalismo será así feminista cuando atienda a los obstáculos que encuentra el ejercicio de la libertad de las mujeres en tanto mujeres, sin dejar por ello de preocuparse de remover otros obstáculos injustos. Desigualdades, al fin y al cabo, hay de muy distintos tipos; también entre mujeres. Ese liberalismo, por emplear la afortunada expresión de Hannah Arendt, respetará no obstante la «libertad de ser libre» de todos. En naturales condiciones de pluralismo, no habrá una sola forma de ser mujer ni una sola forma de ser feminista; tampoco una sola forma de relacionarse hombres y mujeres. Asimismo, se preocupará más por los derechos legales que por los códigos culturales, cuyo influjo negativo sobre los individuos resulta más difícil de precisar.

Si bien se mira, esta pluralidad teórica debería ser celebrada por el feminismo, pues constituye una medida de su éxito: la igualdad de derechos y de oportunidades entre hombres y mujeres es ya un principio «constitucional». No quiere decirse con ello, literalmente, «consagrado en la constitución», pues la española reconoce esa igualdad desde 1978 y aun así llega tarde en perspectiva comparada. Por «principio constitucional» hay que entender aquí que la igualdad entre los sexos es, como la preocupación por la libertad individual o la justicia distributiva, un tema permanente de la democracia. En consecuencia, la diversidad de perspectivas y el intercambio de puntos de vista sobre cómo asegurar esa igualdad será -como sucede con la libertad o la justicia- inevitable. Y debería, además, ser bienvenida: ni el absolutismo teórico ni el dogmatismo identitario son la mejor guía para la justa reorganización de las relaciones entre los dos sexos. ¡Hablemos!Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI (Anagrama, 2019).

Fuente: El mundo.es