Por Ascanio cavallo
La democracia chilena no está demasiado lejos de las tentaciones iliberales de otras regiones del planeta. La retórica de la Nueva Mayoría demonizó una idea vaga y con múltiples definiciones, como la del “neoliberalismo”, que no tuvo existencia en las políticas públicas más que en el exiguo período de 1978 a 1982.
En la que puede ser la más significativa de sus últimas visitas a Chile, Mario Vargas Llosa clavó una estaca en el riñón de la derecha al marcar una taxativa línea divisoria entre liberales y autoritarios. El momento culminante se lo ofreció Áxel Kaiser, cuando le propuso cierta distinción entre dictaduras más malas y menos malas, que Vargas Llosa rechazó antes de que terminara de formularla. El pensamiento liberal, dijo, no acepta esa diferencia, ni bajo la excusa de la prosperidad ni la de la igualdad. Kaiser pudo ahorrarse esa disyuntiva con solo leer la página 25 de La llamada de la tribu, el libro que Vargas Llosa vino a presentar como su autobiografía intelectual, un desarrollo donde “la tribu” es la tendencia inmemorial a refugiarse en la manada. En fin.
El caso es que la respuesta contundente -que arrancó numerosos aplausos- es menos simple de lo que parece en una sociedad como la chilena, donde el liberalismo ha sido objeto de una larga confusión histórica, desde los aristocráticos pipiolos del siglo XIX hasta el único partido actual con ese nombre, que participa de la coalición menos liberal del espectro político. En el ambiente intelectual de la política chilena no hubo nunca espacio para un socialista liberal como Jean-François Revel, en parte porque la izquierda no conseguía ajustar cuentas con la democracia liberal. Los socialistas chilenos preferirían ser insultados antes que denominarse liberales, y en el PPD da la impresión de que, si alguna vez hubo liberales, ya no queda ninguno.
El asunto de fondo, que agita hoy a Europa y a Estados Unidos, es si existe una perfecta identidad entre liberalismo y democracia. Vargas Llosa está seguro de que el liberalismo es “la forma más avanzada y progresista de la democracia”. La discusión no es nueva, pero ha vuelto al primer plano en todo Occidente. Nunca está de más recordar que los regímenes más liberticidas -fascistas y nazis- llegaron al poder montados sobre amplias mayorías populares y que toda la esfera comunista se disfrazó con el apellido de democracia “popular”, que todavía ocupan China, Corea del Norte, Cuba y Venezuela.
Mucho de esto ya es anacrónico. ¿Lo es? En un artículo que se ha puesto de moda entre los cientistas políticos, el historiador Samuel P. Huntington anticipó, en 1991, que los dos grandes procesos democratizadores de la historia moderna, los que siguieron a las dos guerras mundiales, dejaron paso a enormes olas autoritarias, las del fascismo primero, las de los soviets después, y advirtió que el mundo no estaría libre de una “tercera ola” tras la caída del Muro de Berlín.
El resistido Huntington -que también anticipó el “choque de civilizaciones” entre el Islam y Occidente- parece haber tenido nuevamente la razón: en la Europa oriental que estuvo bajo el dominio soviético florecen hoy las democracias autoritarias, iliberales, encabezadas por Hungría y Polonia, que rechazan a los migrantes, propician la limpieza étnica y estimulan el nacionalismo en contra del cosmopolitismo liberal.
La democracia iliberal es, por esencia, la intromisión del Estado en las decisiones privadas, las que van desde los principios morales hasta la repartición de la riqueza vía tributos y proteccionismo comercial. El liberalismo se convierte en un pecado social, aunque el principio sagrado de la igualdad sea limitado por el respeto a la ley y a los asuntos personales, como lo frasea otro insigne liberal, el español Antonio Escohotado, a menudo considerado libertino por su apoyo a cosas como el consumo de drogas o la eutanasia.
Menos tímido que Vargas Llosa, Escohotado propone que hay 20 siglos de prácticas iliberales, en contra de cinco o seis de prácticas liberales, lo cual podría demostrar que: a) existe una tendencia socialista, o comunitarista, que se extiende desde los Evangelios en adelante, y b) el liberalismo no es “natural”, sino que solo se ha expandido después de la Revolución Francesa, con sus confusos ideales de igualdad y libertad.
Y bien, ¿qué tiene que ver todo esto con la América Latina de hoy o, más precisamente, con el Chile de estos meses, donde Vargas Llosa vino a golpear con un libro doctrinariamente sencillo y a la vez provocador?
La democracia chilena no está demasiado lejos de las tentaciones iliberales de otras regiones del planeta. La retórica de la Nueva Mayoría demonizó una idea vaga y con múltiples definiciones, como la del “neoliberalismo”, que no tuvo existencia en las políticas públicas más que en el exiguo período de 1978 a 1982, cuando fue arrancado de cuajo por el “iliberalismo” de los militares que acompañaron al nacionalismo de Sergio Onofre Jarpa durante la depresión de inicios de los 80. La evolución posterior condujo a la autonomía del Banco Central, que desancló la economía de las decisiones políticas. Pero es significativo que el régimen de Pinochet lo haya hecho solo cuando ya tenía que dejar el poder: mientras pudo, no dejó que la economía se mandara sola.
La palabra “neoliberalismo” ha sido abusivamente empleada para referirse al lucro en la educación, en la salud o en las pensiones, actividades que están sujetas a abundantes regulaciones. Por otra parte, en principio el “neoliberalismo” defendería los mercados libérrimos, pero la única vez que tuvo cierta oportunidad de desplegarse en Chile lo hizo al amparo de una dictadura.
Todo es bastante incoherente, pero al fin el “neoliberalismo” denunciado por la izquierda chilena -sobre todo la más juvenil- se parece más bien al capitalismo, que muchos pensadores liberales han considerado consustancial a la democracia y al liberalismo. Una economía centralmente controlada -como en los estados socialistas-, que limita el libre flujo de bienes y servicios, es para estos pensadores exactamente lo contrario del ideal liberal. Por eso, Escohotado no llama a los críticos de la libertad económica como anticapitalistas, ni marxistas, ni socialistas, sino “enemigos del comercio”, es decir, enemigos del lucro producido en la transacción de bienes. Enemigos de “los mercaderes del templo”.
Para enredar más las cosas, hay ahora una línea de intelectuales alemanes que viene desarrollando la tesis exactamente inversa: lo incompatible con la democracia sería el capitalismo, por su tendencia a crear y ampliar desigualdades. En Alemania, que tiene un Partido Liberal pequeño, pero con una influencia decisiva en el último medio siglo de esa democracia…
Es posible que estas cosas interesen poco a la gente que tiene que hacer la política con lo que hay. Pero por lo menos dos interrogantes son pertinentes cuando está partiendo un nuevo gobierno de derecha.
La primera es si el gobierno de Piñera, que tanto afecto le profesa a Vargas Llosa, se podrá llamar liberal. No cabe duda de que esas serían sus intenciones en el campo económico, siempre teniendo a la vista que ya no existen los mercados con libertad absoluta. Pero no tiene la misma disposición en el plano de las libertades personales, como lo muestran sus vacilaciones con el aborto, los temas de género o la eutanasia, todas motivadas no por un pensamiento político, sino por creencias religiosas. El liberalismo no proscribe esas convicciones, pero no permite que se trasladen a la esfera de las decisiones públicas. ¿Moverá Piñera a la conservadora derecha chilena hacia una zona liberal que amplíe su horizonte para cautivar a más chilenos?
La segunda pregunta es la que nace de la profecía de Huntington sobre la “tercera ola” autoritaria. No es que Chile vaya a sufrir una segunda dictadura, militar y de derecha. Uno de los méritos principales de la transición fue conseguir la disolución total de ese fantasma, al menos por muchos años. Pero para un empuje autoritario no hace falta un ejército: basta con un líder que, al igual que en la Europa excomunista, combine un poco de populismo con otro poco de nacionalismo, fobia a los inmigrantes y rechazo al lucro capitalista. Se tiene así la promesa de una derecha “fuerte”, capaz de librar a la sociedad de sus lacras. ¿Es una idea muy remota, o ya hay figuras de ese tipo rondando por la escena política?
Fuente: http://www.latercera.com/reportajes/noticia/columna-de-ascanio-cavallo-la-tribu-y-la-derecha/154122/