El episodio que puso al PS en el foco por sus inversiones en el mercado financiero y la revelación sobre la participación accionaria de los hijos e incluso nietos de Piñera en algunas de sus empresas tienen un patrón en común. Más allá de las aristas legales e incluso éticas de los dos casos –sobre las cuales no me pronuncio en esta columna-, ambos esconden un cortocircuito respecto de los principios políticos que se dicen defender.
Partamos por los socialistas. La pregunta más recurrente fue si acaso los dineros del partido estaban siendo invertidos en empresas cuyo giro es altamente regulado por la política. La razón es obvia: en caso afirmativo, se estaría configurando un cuadro de conflicto de interés, una acusación que se pega a piel aunque no exista evidencia de abuso. Como coartada, los jerarcas del PS juraron de guata que no tenían información respecto de la estrategia de inversión de los tesoreros. Una coartada fatal, pues la tradición marxista –la misma que dice continuar la declaración de principios del partido- es particularmente crítica respecto de ese tipo de especulación capitalista. No saber en qué se invierte la plata es un salvavidas para sacarle el cuerpo al primer problema -el potencial conflicto de interés- pero hace aparecer un segundo problema que afecta la consistencia ideológica del partido. Como fue advertido por Ernesto Águila, lo que corresponde es saber en qué empresas se invierte para cerciorarse de que sus actividades no violen la ética del socialismo.
Esta es una lección que no viene de Marx sino de Adam Smith. El padre de la economía moderna era un entusiasta del emprendimiento, pero expresaba serias reservas respecto del tipo de inversión ciega que suponían las nacientes compañías anónimas. Según Smith, no había mérito económico en confiar la multiplicación de los recursos propios a un extraño sobre el cual no se tiene ningún control. De todas las formas de crear riqueza en las naciones, diría Smith, aquella que ejercía el PS es la más baja forma de capitalismo. Siguiendo la misma intuición, Marx criticará la desaparición de todo vestigio real de trabajo -y de relaciones sociales- en este nuevo tipo de producción capitalista, donde el capital produce capital por sí mismo. Lo que Polanyi llamaría más tarde la comodificación del dinero.
Esta no es una crítica al modo de funcionamiento del mercado financiero. Es una reflexión sobre la posible contradicción que se genera entre la coartada del PS y la posición que define al socialismo en su guerra histórica contra el capitalismo. Es, por tanto, una crítica que no se aplica por igual a todos los partidos aunque tuviesen estrategias de inversión similares.
Sigamos con Sebastián Piñera. Según se informó, el expresidente habría creado sociedades en paraísos fiscales, en las cuales toda su descendencia tiene participación accionaria. Piñera nunca le ha declarado la guerra al capitalismo, por tanto no hay contradicción por ese lado. Mucho menos al arte de la especulación bursátil. El problema, nuevamente, se revela en la coartada. Piñera no puede decir que estaba jugando a la elusión tributaria. Tiene que decir que lo suyo es una forma de asegurar el futuro económico de sus seres queridos a través de una gimnástica de donaciones anticipadas.
La tensión se genera entonces respecto del discurso meritocrático que la derecha dice promover. Según este discurso, las personas tienen lo que se merecen por su esfuerzo y no por sus particulares condiciones de partida. No hay derecha moderna en el mundo que no despliegue un relato de estas características, pues le sirve para justificar normativamente las desigualdades de resultado que se producen en la sociedad. Sin ir más lejos, el precandidato Felipe Kast ha hecho de la meritocracia un pilar central de su relato de campaña.
En este sentido, como alguna vez lo articulara Bruce Ackerman, una teoría de justicia liberal cuestiona el derecho de una generación de ganadores en el mercado a traspasar dichas ganancias económicas a sus hijos sin proveer iguales oportunidades para los niños que tuvieron la mala suerte de tener padres pobres. Esto no significa, necesariamente, que los liberales modernos estén en contra de la institución de la herencia. La mayoría considera que los padres tienen el derecho de invertir en la educación de sus hijos, aunque ello signifique evidentemente una alteración de las condiciones de partida. El propio Piñera usa este argumento en su relato biográfico, cuando señala que el gran legado que sus padres le dejaron fue una buena educación. Los hijos de Piñera, qué duda cabe, también la tuvieron. Son todos profesionales extraordinariamente cualificados y varios se desarrollan laboralmente en forma independiente de los privilegios familiares. La pregunta es si acaso legar una buena educación es lo mismo que convertir a un niño en millonario vía participación accionaria. Es difícil defender lo segundo si se predica el evangelio de la igualdad de oportunidades.
Por cierto, Piñera podría replicar que su tipo de liberalismo no es igualitario -como el que promueve Emmanuel Macron en Francia- sino más bien libertario a-la-Káiser. En ese caso no habría inconsistencia, pues se afirmaría el derecho sagrado de cualquier persona a disponer libremente de sus bienes, incluyendo la transferencia intergeneracional de la riqueza. En ese caso, empero, Piñera debiera ir borrando la invocación del principio de igualdad de oportunidades de sus discursos.
Por Cristobal Bellolio
Link: http://www.capital.cl/opinion/2017/05/25/139809/coartadas-peligrosas