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TODO MAL

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Por Cristóbal Bellolio

¿En qué se parece la derecha que lidera Sebastián Piñera y el Frente Amplio que se ubica –principalmente- a la izquierda de la Nueva Mayoría? A primera vista, en poco. Sin embargo, sus narrativas tienen una característica común: ambos buscan instalar un diagnóstico opaco del presente nacional.

Partamos por Piñera. Su discurso de lanzamiento recordó aquel viejo dilema de yo o el caos. Según su visión, Chile está sumergido en una crisis de proporciones en su dimensión económica, política e incluso moral. La culpa, evidentemente, la tendría Michelle Bachelet y el gobierno de la Nueva Mayoría, autores de reformas que no dieron pie con bola. Reformas inspiradas en ideologías añejas y probadamente fracasadas, añade el ex presidente. Como resultado, el país estaría mucho peor que en 2014, cuando Piñera dejó La Moneda.

El Frente Amplio, por su parte, tiene una mirada crítica no sólo del actual gobierno, sino que en general de la marcha del país desde hace un buen tiempo. En corto, desde que el neoliberalismo fue forzado sobre la ciudadanía. La queja particular que tienen contra la segunda administración de Bachelet es que no profundizó las reformas prometidas y la Nueva Mayoría no exhibió la voluntad de hacer cambios más profundos. Es decir, es una crítica opuesta a la que hace Piñera en el sentido normativo pero similar en su tono desaprobatorio.

Lo interesante es que cada uno escoge la evidencia y los temas que le convienen para que el relato sea consistente. Piñera, por ejemplo, tomó los -siempre importantes- datos duros de la macroeconomía para testimoniar la ineptitud de este gobierno, pero no se refirió ni a las necesarias reformas electorales que se aprobaron ni a los avances en materia de igualdad y no discriminación. Un recorrido de los tres años de gobierno que llevamos merece un juicio más balanceado de aciertos y errores. Salvo que, por supuesto, la derecha considere que dichas iniciativas son equivocadas, pero en ese caso sería necesario explicitar. De lo contrario parece que se están seleccionando los datos de manera selectiva. Esto no es, en todo caso, inusual en política. Al revés, a veces pareciera que la política se trata de eso.

El Frente Amplio, por su parte, acaba de ser reconvenido por el académico Mario Waissbluth por exagerar la nota en la imagen que proyectan del país. El argumento de Waissbluth, en una frase, es que la gente está bastante mejor de lo que el Frente Amplio supone, al menos en base a índices que buscar medir bienestar objetivo. Les recuerda que millones de chilenos están optando por lógicas de mercado y segregación voluntariamente. Dicen que Fernando Atria también ha tenido que reacomodar su visión al percatarse de la dificultad de promover el socialismo. Evidentemente, las complejidades fácticas y los mapas de la realidad no son obstáculo para la utopía de un mundo más justo. Lo que Piñera llama ideologismos no son más que profundas y nobles convicciones sobre cómo vivir en comunidad. Solo que no son las suyas. Pero el efecto de esta miopía hacia las eventuales virtudes del sistema es, como en el caso anterior, la selectividad de los números a presentar.

Dominado por esta curiosa polarización traslapada, el clima político chileno se hace hostil para los viejos (y nuevos) ‘autocomplacientes’, que se han convertido en la auténtica contracultura de las redes sociales. Son esos pocos que todavía sienten algo por Lagos. Esos que encuentran que el gobierno ha sido sistemáticamente desprolijo pero que lo importante sigue siendo la película completa, donde se hace imposible desconocer las transformaciones que ha experimentado nuestro país en materia de prosperidad y desarrollo humano, al menos en perspectiva latinoamericana. Son que transmiten una sobria moderación. Son los que postean tanto los avances como los condoros. Son los que sufren la estridencia de los juicios tajantes y sin matices. Son lo que creen que probablemente la verdad se encuentre a medio camino entre lo que dice la Fundación Sol y lo que sugiere Libertad y Desarrollo.

Son los que no se extrañaron cuando leyeron que Chile estaba entre los veinte países más felices del mundo según Naciones Unidas -sólo superado por Costa Rica a nivel regional. El ranking fue confeccionado a partir de varios factores entre los cuales se incluyó ingreso per cápita, salud y expectativa de vida, grados de libertad, niveles de generosidad, e incluso confianza en instituciones públicas y privadas. Los extremos que dominan la conversación, en cambio, reaccionaron con escepticismo y sospecha: no puede ser que estemos tan bien, señalaron. Seguramente recopilaron los datos en Zapallar y Cachagua, escribió alguien en Twitter. Pues no. Lo que ocurre es que nos cuesta aceptar lo que contradice nuestros supuestos.

Estamos a punto de sumergirnos de lleno en una campaña presidencial y parlamentaria. Es entendible que los actores políticos busquen diferenciarse de un gobierno mal evaluado. Pero una cosa es pintar de negro el presente por razones puramente electorales y otra cosa -más preocupante- es creerse el diagnóstico en base a evidencia selectiva y exageración del malestar.