Por: JOSÉ MARÍA LASSALLE
El liberalismo debe evolucionar y asumir que tiene ante sí el reto de sobrevivir. O se resignifica y cambia radicalmente al adoptar una estrategia de resistencia, o desaparece, canibalizado por su reverso mórbido: el neoliberalismo. Convertido este en un imperialismo economicista del laissez faire que sólo busca cómo monetizar más eficientemente, su estrategia de prosperidad desregulatoria se ha puesto al servicio del populismo de derechas y el fascismo. Una alianza reaccionaria que triunfa en Estados Unidos y el Reino Unido, que gobierna Brasil y buena parte de América Latina y Europa, y que avanza posiciones en Alemania, Italia, Francia y España.
Arrinconado contra las cuerdas de la historia, el liberalismo se juega su supervivencia. Incluso su legado más importante, la democracia liberal, está en entredicho debido a su incapacidad para responder a la presión que ejerce sobre ella el populismo. Este es el gran ganador de nuestro tiempo. Crece, avanza posiciones y radicaliza sus planteamientos al mostrar sus aspectos más sombríos e inquietantes. Hasta el punto de que la democracia comienza a modificar su eje de legitimidad y tiende a hacerse paulatinamente populista. De hecho, simplifica su relato fundacional a medida que se normalizan situaciones de excepción que impulsan la búsqueda de orden y seguridad entre unas clases medias que abrazan el populismo sin reparos. El colapso económico de ellas es determinante en el proceso que erosiona la institucionalidad liberal. Más aún si, como sucede en la práctica, va de la mano del descrédito del marco deliberativo de la democracia liberal y de la imposibilidad de alcanzar consensos que neutralicen y reconduzcan en su seno los conflictos que plantea la interpretación partidista y emocional de la agenda política.
Los procesos de dislocación social que provocan los fenómenos globales asociados a la emergencia climática y la revolución digital están siendo fatales para el liberalismo. Sobre todo porque no ofrece políticas eficientes que restablezcan la equidad, los consensos sociales y la capacidad de progreso que acompañaron el desarrollo del Estado de bienestar en el siglo XX. Por ello, las inquietudes sociales se hacen más intensas y el futuro se percibe más distópico que nunca.
Sin respuestas ni hoja de ruta frente a las incertidumbres, el miedo propicia la ansiedad y el malestar que impulsan el momento neofascista hacia el que avanzamos. Algo que favorece el anhelo de la dictadura en Occidente por contagio de lo que sucede en China, donde se atiende mejor lo que quiere el pueblo a través de un capitalismo algorítmico que predice sus gustos y le da la prosperidad y seguridad que necesita.
Lo prioritario ahora es comprender el mundo que nos toca vivir; rechazarlo o temerlo es un error
Si las condiciones sistémicas de la democracia liberal están siendo anuladas por las dinámicas de dislocación política y ruptura emocional de la confianza hacia el futuro que liberan la emergencia climática y la transición digital, entonces ¿qué papel puede desempeñar en este proceso el liberalismo? Es más, ¿son viables las ideas liberales cuando son vistas como parte nuclear del problema? La respuesta es que hay que repensarlas y desplazar sus ejes de análisis. Lo prioritario ahora es comprender el mundo que nos toca vivir. Rechazarlo o temerlo es un error. Lo mismo que combatirlo sin armas adecuadas. Hay que salvar lo mejor de las ideas liberales para refundarlas y abordar, con nuevas respuestas, los retos que comprometen la supervivencia de la dignidad humana entrado el siglo XXI.
Locke y el activismo reformista que acompañó las revoluciones atlánticas no son capaces de abordar estos desafíos que tiene el liberalismo por delante. Hay que buscar otras fuentes en él, menos pegadas a la acción y el individualismo y más localizadas en la resistencia humanista. Algo que ha de venir de la mano, también, del desarrollo de nuevos vectores temáticos localizados en los problemas reales de nuestro tiempo.
En este sentido, autores como Spinoza, Dewey, Rawls o Sorokin pueden ofrecernos vías de aproximación más apegadas al momento crítico que vive el liberalismo. Sobre todo porque pensaron espacios desde los que la cultura y la razón, la generosidad y el humanismo, la tolerancia y la capacidad crítica, así como la búsqueda de la justicia como emancipación, sobrevivieran en contextos dominados por la violencia, la intolerancia, el fanatismo y la amenaza del autoritarismo y la ortodoxia.
De entre todos, el más significativo es Spinoza. Coetáneo de Locke y liberal como él, sintoniza con muchas de sus ideas pero desde coordenadas más apegadas a una racionalidad escéptica y resistente. Una sensibilidad dúctil que vio con claridad que el problema de su tiempo era la incapacidad de percibir al otro como una extensión de nuestra sensibilidad. Algo que las guerras religiosas que acompañaron la difusión del libro y los primeros pasos de la revolución científica evidenciaron como una catástrofe ética y que ahora vuelve a ponerse de manifiesto. De ahí la importancia de volver a Spinoza, ya que no problematiza la presencia de la alteridad, sino que la comprende, respeta y necesita. Una actitud que el liberalismo ha de interiorizar y hacerla propia. Al menos si quiere ser útil y operativo en un mundo hipercomplejizado y posmoderno, que nos exige desarrollar una nueva teoría de la justicia que vaya más allá de la redistribución de la renta y los recursos materiales. Una nueva equidad que fije un contrato social que redefina nuestra posición original, como diría Rawls, como ciudadanos. Pero no sólo con respecto a la riqueza, sino al género, la huella de carbono, los datos, los algoritmos, la capacidad de educación y empleabilidad, la creatividad, las habilidades digitales, la movilidad o las mentalidades generacionales, entre otros ámbitos de desigualdad que se hacen cada día más tangibles e inasumibles.
Es necesaria una nueva teoría de la justicia que vaya más allá de la redistribución de la renta y los recursos
El siglo XXI exige otro liberalismo. Un pensamiento básicamente crítico que luche por la emancipación y que se traduzca en políticas centradas en lo humano desde una estrategia de resistencia que anteponga la razón a la emoción, que piense al otro desde la generosidad y la tolerancia, que reivindique el error y la falibilidad como soportes de la creatividad individual y el perfeccionamiento moral. Alrededor de esta teoría de la justicia, el liberalismo tendría mucho que ofrecer si comprendiera que esa es su nueva responsabilidad política. Una responsabilidad que ofrezca respuestas que pasan por emancipar a una humanidad que ha de ser más crítica, generosa y tolerante para ser más libre. O eso, o callar para siempre.
Fuente: La Vanguardia