La tragedia de Tolkien es que uno lee su famosa trilogía cuando es demasiado imberbe para entender a cabalidad lo que se juega en la Tierra Media y la relee saltándose las páginas, arrastrado por los nietos, cuando la inevitable próstata y la mala uva lo vuelven demasiado escéptico para explicarles la causa de la libertad. Por eso El señor de los anillos es lo que el malvado Edmund Wilson llamó «un simple libro para niños que se escapó de las manos». Tragedia que se ha propuesto remediar Peter Jackson en su genial adaptación cinematográfica: de lo contrario no hubiera suscitado el entusiasmo de los think-tank liberales de los Estados Unidos, último lugar donde uno esperaría encontrar adeptos a una saga de trasgos, duendes y enanos.
Como la película es maniática en su fidelidad al libro, por mucho que hayan desaparecido leyendas, canciones y personajes como Bombadil o que los roles femeninos hayan sido potenciados, se puede hablar indistintamente del libro y la película para referirse al tema profundo de la historia. De acuerdo: la película se concentra en la anécdota central, sin demorarse, como hace el libro, en la recreación esférica y perfecta de un universo inventado en el que cabe todo, desde la prehistoria hasta el futuro infinito y lo mismo lo físico que lo imaginario, un espacio y tiempo autónomos de los que tiene como referencia el lector por experiencia vivida. Pero no nos pongamos pesados: la película logra también, en la modesta posibilidad de los límites de un género que no parece tener límites en otros sentidos, un clima de mundo cerrado. Lo importante es que, junto con el iniciático Frodo, el recorrido Gandalf, el tenebroso Sauron, el contrahecho Gimli, el puntiagudo Legolas y la fauna interminable de criaturas-personajes, hay unos protagonistas de materia menos carnal pero no menos perfilada e identificable. Unos protagonistas-sombra: la libertad, la soberanía individual, el libre albedrío, la resistencia humana, y sus contrarios: el totalitarismo, el colectivismo, el espíritu tribal, el determinismo.
En apariencia la historia es reduccionista: los nueve compañeros, encarnación del bien, deben atravesar todos los obstáculos para alcanzar el Monte del Destino, en la tierra de Mordor, y arrojar al fuego por fin y para siempre el anillo de Sauron, señor de la oscuridad y encarnación del mal, que pretende recuperar la joya para aherrojar a todas las comarcas de la Tierra Media, mundo que habitan muchas razas sin exclusión de la humana. Pero Sauron no es verdaderamente el mal y los nueve expedicionarios el bien, ni hay sobre el terreno únicamente dos fuerzas enfrentadas, por un lado la alianza de hobbits, humanos y duendes, y por la otra los ejércitos de Sauron, formados por fantásticas criaturas como los orcos y otros monumentos a la fealdad. El auténtico teatro de batalla es el que se da al interior de cada uno de los personajes, cuyo perfil aparente se complica en la medida en que la historia va revelándonos sus ambivalencias, complejidades y contradicciones a partir de la tensión existente entre el impulso de poder y el instinto de libertad, la tentación gregaria y la naciente conciencia de soberanía individual, el seguidismo y el liderazgo, la resignación y el desafío a las supuestas leyes naturales.
El punto donde residen la genialidad de Tolkien y la solución filosófica de la historia está en el anillo. Es un anillo, se nos dice, que sirve para dominar a los demás. Su posesión garantiza el reino de la tiniebla, la sumisión del universo a la voluntad de un ser tiránico que arrancaría toda individualidad del espíritu de cada criatura de la Tierra Media. Pero si allí quedara confinado el significado del anillo habría simpleza y maniqueísmo. El anillo tiene una voluntad propia y quiere regresar a su amo; representa una fuerza que tiende hacia el mal o el totalitarismo. Cada criatura que lo tiene en sus manos, o que merodea por su alrededor, sufre en su interior la tentación del poder absoluto y ve activarse en ella el mecanismo de la codicia. Esta misma es la raíz del problema que confrontan las comunidades pacíficas de la actualidad, pues en tiempos remotos el hijo del rey Idilsur había logrado derrotar a Sauron, señor de las tinieblas, pero, incapaz de sobreponerse al efecto corrosivo del anillo totalitario, es decir a la codicia de poder, perdió la ocasión de destruirlo entre las llamas y salvar a su estirpe para siempre. Esa misma dualidad revive entre los expedicionarios en el tiempo presente de la historia y se amplía a todo aquel que se acerque a la mágica perfidia del anillo. Que en algunos, como Frodo, el héroe de la historia, o su sabio mentor, el brujo Gandalf, las reservas del espíritu libre puedan más que los influjos del anillo no desluce la sofisticación íntima de una historia aparentemente tan simple. En los expedicionarios hay inseguridad, el poder también corroe sus relaciones, pero la historia no sería la que es, ni su defensa de la libertad tan convincente, si la resolución del héroe no fuera venciendo, uno a uno, estos impedimentos físicos y psicológicos, exteriores e interiores, materiales y espirituales, al entender que su misión es impedir que su comarca, la de los hobbit, y las muchas otras de la Tierra Media caigan en el estado de animalidad tribal, de rebaño indiferenciable que son las criaturas al servicio de Sauron. Es allí cuando despierta en ese joven (en el libro no es un joven sino un mayor que lo parece) la dimensión de líder. ¿Y qué es ser líder? Un asomarse del espíritu humano por encima de los límites convencionales de la conducta en sociedad, un destino intuido, primero, escogido después: un acto de libertad (de naturaleza no muy distinta del de la princesa Arwen, dispuesta renunciar a su inmortalidad por el amor humano de Aragorn). El lugar donde debe destruir el anillo se llama, precisamente, Monte del Destino. De allí la lectura religiosa que tampoco ha faltado en los Estados Unidos. Me quedo con la liberal. –