Por Claudio López-Guerra
Unos años antes de morir, el pensador político inglés Brian Barry presentó su último libro, Why Social Justice Matters, en una pequeña pero entrañable librería a unas cuadras de la Universidad de Columbia, en Nueva York. A espaldas de Barry, en la pared, colgaba una imagen de Martin Luther King Jr., como si fuese un adorno para la ocasión. Gracias al Dr. King se me ocurrió una pregunta, que formulé a la primera oportunidad: “¿Qué personaje político en la historia, según usted, ha hecho la mayor contribución a la causa de la justicia social? Esto importa, creo, porque sus acciones presuntamente podrían enseñarnos algo”. Nunca le paraba la boca, pero en esta ocasión Barry enmudeció a pesar (o probablemente a causa) de su profundo conocimiento de historia política. Luego aplicó un viejo recurso: “Interesante pregunta. ¿A quién elegirías tú?”.
El desenlace de esta historia es lo de menos; lo dejaré para el final. La invitación de nexos a escribir sobre el estado de salud y posibles lecciones del socialismo democrático para México me recordó aquel día en Manhattan por dos razones. La vigencia de un proyecto socialista-democrático, por una parte, me parecía tan obvia que el reto de escribir algo que no fuese (o pareciese) obvio me paralizó por un momento: ante el espejo me vi enmudecer como Barry. También pensé preliminarmente que había pocas pruebas de la vigencia del socialismo democrático tan claras como la obra filosófica de Barry, y en particular el libro que presentó en esa ocasión, un puente ejemplar entre el pensamiento igualitario y la transformación social en un contexto democrático.
Pero, tras pensarlo un poco, me asustó lo equivocado que estaba. Si algo demuestra la obra de Barry, y la escuela intelectual a la que perteneció, es exactamente lo contrario. El socialismo democrático que nexos me invitó a discutir no es el barro que necesitamos para esculpir nuestra filosofía pública.
Por supuesto, y esto explica mi juicio preliminar, el socialismo se entiende a veces de forma coloquial como la afirmación de un espíritu igualitario: la idea de que no es posible justificar una sociedad cuyas instituciones sistemáticamente producen y reproducen desigualdades socioeconómicas insondables, generación tras generación, sentenciando a los marginados a una vida miserable desde el momento en que sus padres los conciben. Para Harold Pinter, el dramaturgo inglés que recibió el Nobel en 2005, el socialismo entendido como el anhelo de acabar con semejante perversidad nunca perecerá. Y tenía razón. Lo mismo ocurre con el anhelo democrático, si lo entendemos como la oposición a que el poder político se concentre en unas cuantas manos. El hecho de que Barry, un defensor literalmente feroz del liberalismo, haya juzgado el apunte de Pinter digno de un epígrafe aprobatorio es natural.
Pero si lo que estamos considerando es el socialismo democrático entendido como aquel proyecto intelectual que pretendió, contra la ortodoxia revolucionaria, rescatar a la democracia como un método consustancial a la abolición del capitalismo, entonces lo que nos ofrece Barry es de hecho una mejor alternativa. El socialismo democrático fue, por supuesto, polifacético. Luxemburgo, Althusser y Poulantzas pensaban diferente. Pero los une, además de la apreciación de la democracia, la tradición marxista y el rechazo del liberalismo. Es verdad que su identidad estaba en gran medida definida por la crítica a ciertos postulados centrales de Marx, y a una buena parte del marxismo que siguió. Pero el avance intelectual que presumió el socialismo democrático siempre tuvo a Marx como punto de referencia. La crítica al padre, por muy fratricida que fuese, era de una naturaleza distinta a la crítica a la tradición liberal. A Marx había que superarlo; al liberalismo, destriparlo.
Para la izquierda mexicana que se nutrió de esta tradición, el liberalismo siempre ha sido antitético a la democracia y a la causa de los marginados. Fundar la izquierda en el pensamiento liberal es una imposibilidad lógica para esta escuela, o en el mejor de los casos un desatino. Carlos Pereyra —un referente básico de nexos para efectos de este coloquio— planteó que el liberalismo no concibe a la democracia representativa como la realización del principio de soberanía popular, que implica la participación efectiva de los marginados. Al contrario: la representación política en la tradición liberal es “un sustituto de la participación”1. Y en cuanto al “asunto de la propiedad”, el contraste entre liberalismo y socialismo ni siquiera necesita explicación.2 Pereyra concebía al liberalismo como la negación abierta del proyecto socialista-democrático, pues éste “implica socialización de la economía y del poder político”3.
Pero resulta que no ha habido mejor articulación y defensa teórica de la igualdad en lo político y lo económico que la edificada sobre la base del liberalismo. La tradición liberal protagonizó el acontecimiento intelectual más importante del siglo pasado en materia política: el nacimiento del liberalismo igualitario. El núcleo de ideas que comparten los liberales igualitarios es fácil de comprender. Todas las personas tenemos el mismo derecho a concebir y llevar a cabo un cierto proyecto de vida. Por la finitud de recursos materiales y la diversidad de proyectos personales, no es posible que todas las personas vivan la vida que idealmente quisieran vivir. Necesitamos entonces una distribución de libertades y recursos que se ajuste a la premisa fundamental de que todas las personas merecen igual consideración y respeto. La respuesta del liberalismo igualitario es que una distribución justa es aquella que otorga oportunidades iguales a todos: cualquier factor que inicialmente ponga a algunas personas en desventaja debe compensarse. Derivar sólo libertades formales del principio de igual consideración y respeto es una traición a los principios liberales. Una sociedad justa es aquella cuyas instituciones ofrecen un sistema robusto de derechos sociales, civiles y políticos para garantizar a todos la misma oportunidad de controlar el curso de su existencia.
Barry fue un protagonista sobresaliente en la articulación del liberalismo igualitario, cuyo punto de partida fue la publicación de A Theory of Justice de John Rawls en 1971. Otras figuras prominentes han sido Bruce Ackerman, Ronald Dworkin, Amy Gutmann, Thomas Nagel, Martha Nussbaum, Thomas Pogge, Amartya Sen y T. M. Scanlon, por mencionar sólo a algunos. Esta literatura se conoce poco en México. Por desgracia, quienes se consideran herederos de la tradición liberal no han hecho mucho al respecto. La revista Letras Libres dedica un número reciente a realizar una autocrítica liberal. Aparecen de forma aislada algunas reflexiones oportunas sobre el liberalismo y la desigualdad. Pero el liberalismo igualitario articulado por algunos de los más destacados filósofos de nuestros tiempos posa como elefante blanco en este ejercicio autocrítico. La crítica de la autocrítica es justamente que se perdió una oportunidad para iniciar, por fin, una discusión informal sobre el suceso más relevante en el ámbito del pensamiento liberal en generaciones: el surgimiento del liberalismo igualitario. ¿Qué diríamos de una revista popular de física que pasó por alto la teoría de la relatividad?
Por su parte, la generación de pensadores y activistas de izquierda que actualmente controlan cátedras, micrófonos, y puestos públicos nos ha dejado —a quienes tenemos la edad que ellos tenían en 1968— un patrimonio que reivindica los antidepresivos. Creen que el simple acto de pronunciarse a favor de los marginados los exime de ser inteligentes. La justicia no se instaura sólo con rectitud (aunque muchos de ellos, por cierto, la necesitan en dosis equinas; la corrupción en el Distrito Federal sigue siendo tan profunda como antes de 1997). El legado general es penoso. Dogmas y caprichos, mantas y altavoces.
La principal obstinación de la izquierda antiliberal consiste en tomar como premisa innegociable (no como conclusión) el que los instrumentos de mercado son injustificables. ¿No es el bienestar y trato justo de las personas lo que importa en última instancia? Asumir de entrada que no es posible poner al mercado en servicio de la justicia es asumir lo que se debe probar. Ni siquiera los pensadores socialistas más lúcidos de los últimos tiempos ofrecen un argumento convincente. Pienso sobre todo en G. A. Cohen, uno de los pocos que ha reconocido y encarado el reto del liberalismo igualitario a la izquierda tradicional. Cohen plantea que en última instancia los motivos de los agentes en la competencia económica (como la avaricia y el miedo) minan la posibilidad de construir una verdadera comunidad.4 El problema con esta idea es que la competencia en otros ámbitos de la vida, donde prevalecen motivaciones similares, no imposibilita la existencia de una comunidad, sino tal vez lo contrario. Por ejemplo, la competencia en los deportes, las artes, las ciencias. ¿Por qué no tener también competencia en lo económico, siempre que el proceso se diseñe de tal manera que la distribución de oportunidades y recursos sea justa? Para el liberalismo igualitario la elección del modelo económico es un problema de diseño institucional abierto: ni condona ni condena de entrada ninguna de las alternativas.
La izquierda mexicana tiene que reconstruirse en la teoría y la práctica. Es hora de tomar en serio a las personas, a aquellos que padecen los estragos de la pobreza todos los días mientras sus paladines siguen ocupados erigiendo el dedo medio al imperialismo y a quienes conspiran con la mafia neoliberal para desangrar a la patria abriendo las venas de Pemex. ¿Y qué decir de la corrupción en la izquierda? Un Estado de derecho endeble sólo perjudica a quienes no tienen los recursos para comprar privilegios e impunidad. La corrupción cataliza desigualdad. Sin instituciones no hay justicia, porque una sociedad justa no es más que una sociedad con un cierto tipo de instituciones (por eso mandarlas al diablo, o considerar al derecho como un mero instrumento de dominación burgués, no es cualquier cosa). A veces me asfixia vivir en un país cuya izquierda intelectual y política es el primer obstáculo a vencer rumbo a la creación de una sociedad justa.
Aunque la irrupción del liberalismo igualitario representó un giro copernicano en el terreno del pensamiento político, pocos académicos e intelectuales públicos en México se subieron a la ola. El libro Why Social Justice Matters es una buena plataforma para iniciar un debate público que invite a las voces de la izquierda y la derecha a repensar sus planteamientos tradicionales. A diferencia de otros filósofos, Barry también fue un politólogo de altura que estuvo atento a la dimensión empírica de los problemas normativos. Esto le permitió conectar la teoría con la práctica de manera seria. Su libro ofrece argumentos a favor de una serie de políticas concretas en temas de educación, salud, empleo e ingreso que valdría la pena debatir.
No fui del todo justo con Carlos Pereyra unos párrafos atrás. Uno de sus principales objetivos fue reivindicar, desde la izquierda, la importancia de los derechos políticos y civiles, y en la última etapa de su carrera consideró relevante discutir las ideas de algunos exponentes del liberalismo igualitario. Sobre John Rawls, por ejemplo, escribió que “sus desarrollos relativos a la prioridad de las libertades respecto a la distribución de bienes… tienen particular relevancia en una época donde el prurito de desigualdad ha significado menosprecio a las libertades fundamentales”.5 Lo único que lamento es que, tal vez por falta de tiempo, Pereyra no haya abandonado plenamente el proyecto de parchar al marxismo con paños liberales para sumarse a la construcción de una teoría liberal de la justicia social. En cualquier caso, sin duda tuvo la actitud (y recursos intelectuales) para dar algunos pasos en esa dirección, a diferencia de la mayor parte de los pensadores de izquierda en México, pasados y presentes.
¿Qué le respondí a Barry? Desde luego, yo no estaba dispuesto a dejarme golpear por mi propio proyectil. Le dije que tal vez en el futuro, durante la presentación de algún libro mío, sería apropiado contestar la pregunta (si el Dr. King, esperanzado, decidiera soplársela a alguien más). “Ésta es su noche, profesor Barry, no la mía”. Tras esta invitación a que dejara ya las evasivas, sentenció: “Pero tus premisas son bastante optimistas. Supones que algún día escribirás un libro, que será publicado, y que tendrás una presentación como ésta. Por lo pronto tendrás que terminar tu tesis de doctorado…”. No hizo falta decir que él era mi asesor para que más de uno gimiera en falsa empatía. Entre las risas que siguieron, me hundí en la silla, fingiendo disfrutar mi propia ejecución. Well, thank you —stupid Dr. King— thank you very much. Por suerte, lo que Barry tenía de implacable se duplicaba en generosidad y apoyo a sus alumnos.
Claudio López-Guerra
Profesor-investigador del CIDE. Es autor de Democracy and Disfranchisement: A Study on the Ethics of Electoral Exclusions, Oxford University Press, UK, en prensa.
Fuente: Nexos.com