Confieso que el liberalismo en general, como ideología política, no estaba muy presente en mi imaginario hasta que hace un tiempo, de a poco, empezó a aparecer un grupo de hombres (porque el 97% son hombres) que se encargó casi obsesivamente de contarnos que son “liberales”.
Hay batallas que uno tiene que saber dar por perdidas. De la misma manera que Juan Antonio Labra en algún momento se tuvo que haber dado cuenta de que nunca se iba a transformar en Michael Jackson, en mi caso me declaro incapaz de entender a cabalidad de qué se trata el liberalismo en su versión local.
La discusión de la reforma de pensiones es un buen ejemplo de lo difícil que es comprender a esta corriente de pensamiento criollo. Por cuarenta años la gente ha estado obligada a imponer en “entes privados”, los cuales fueron impuestos a la fuerza por un estado autoritario, y por cuarenta años nuestros liberales dijeron muy poco. Pero bastó que se propusiera que una parte minoritaria de esas contribuciones pasaran a ser administradas de manera pública (como sucede en el 99% del mundo civilizado) y el grito en el cielo fue no menor: “¿Por qué me quieren obligar donde poner mi 4%?”, “¡Quiero poder elegir que hacer con mi plata!”, “¿hasta cuando con el paternalismo?”, etc.
¿Confuso, no?
¿Somos más libres si un estado autoritario nos obligaba a privatizar nuestros ahorros y por eso no decían nada? ¿De verdad esta gente creerá que –por ejemplo- en Canadá las personas son “menos libres” que nosotros porque allá las pensiones por defecto se administran de manera pública? En resumen, ¿qué diablos entenderán por libertad nuestros liberales?
El problema no mejora mucho cuando uno les pregunta directamente en qué consiste esta corriente de pensamiento porque te contestan cosas del tipo “el liberalismo consiste en creer que cada individuo debe ser arquitecto de su propio destino”. No sé ustedes, pero yo al menos -en mi simpleza cognitiva- con esa respuesta quedo más o menos donde mismo. Porque imagino que todos estamos de acuerdo con lo bien intencionada de la premisa, pero la discusión es más por el lado de cuán posible o incluso deseable es esa condición plena en un contexto en que no vivimos solos en mundo. La riqueza humana, uno ingenuamente hubiera pensado, es justamente tener que negociar y construir nuestro destino con otros, ¿no?. Lo que en algunos lados llaman “vivir en sociedad”.
Pero para volver atrás un par de pasos, confieso que el liberalismo en general, como ideología política, no estaba muy presente en mi imaginario hasta que hace un tiempo, de a poco, empezó a aparecer un grupo de hombres (porque el 97% son hombres) que se encargó casi obsesivamente de contarnos que son “liberales”. Así, por ejemplo, en los perfiles en Twitter empezaron a multiplicarse las descripciones tipo “papá de Benjamín, ingeniero y liberal”. Algunos se ponían más específicos y nos contaban que eran liberales “clásicos”. Otros más avanzados declaran ser “liberal a lo Popper”. Incluso algunos (con algo de humor uno asume) se describen como “liberal igualitario positivista”.
Y como uno es ignorante, pero al mismo tiempo no quiere quedarse fuera de las tendencias de moda, había que averiguar un poco de qué hablaba esta gente. Ya me había pasado en un par de conversaciones casuales en que sin previo aviso, amigos “liberales” empezaban a hablar de “la contradicción epistémica” de tal o cual fenómeno, y uno tenía que poner cara de que estaba entendiendo de qué hablaban. Mi conocimiento en la materia sigue siendo nivel “segunda búsqueda en Google”, pero al menos ahora puedo hablar de John Locke y saber que no es el nuevo central del Liverpool.
Al raspar la superficie del liberalismo, de lo que uno rápidamente se da cuenta es que una de las grandes paradojas de esta corriente de pensamiento es que sus principios básicos más consensuados pasaron a ser tan aceptados por el grueso de la gente (al menos en gran parte de occidente), que es un poco redundante declararse liberal. Me atrevo a especular que la gran mayoría (incluso los que no nos declaramos liberales) estamos de acuerdo en que nacemos individuos con derechos, o que la igualdad ante la ley es esencial, que la separación de poderes del Estado es una buena cosa, y valoramos la libertad de expresión como un elemento esencial en la vida cívica, etc. Entonces más que no considerar estas cosas como esenciales, encontramos que son más un punto de partida que de llegada.
Pero en Chile los liberales en vez de, por ejemplo, discutir acerca de cómo distribuir mejor el poder entre los ciudadanos y así efectivamente maximizar sus grados de libertad, parecieran pasarse el día discutiendo de cuestiones tipo si el Estado debiera tener o no la potestad de obligarte a ponerte cinturón de seguridad. Entonces no pierden oportunidad en demostrar que el rechazo a la autoridad que tienen se parece más a la de un niño que la de un adulto. O (como se señaló hace un tiempo por este medio) en temas como la libertad de expresión, en vez de debatir formas de integrar el discurso de sectores históricamente marginados del debate público, se encargan de defender y celebrar los derechos de los que siempre han tenido acceso a construir y divulgar su pensamiento.
Y esa es la parte más desconcertante de gran parte de liberalismo en Chile: su aparente frivolidad. Porque parece ser que si algo tenían claro los intelectuales que empezaron todo este cuento en el s. XVII en Inglaterra, Francia o más tarde en EE.UU., es que una de las mayores amenazas a la libertad es la asimetría en la distribución del poder. Pero acá en Chile, en vez de combatir esas asimetrías, muchos liberales están más preocupados de defender la estructura económica implantada por Pinochet.
Fuente: La Tercera – Cristóbal Palma