Hay aspectos relevantes de nuestra vida en común de los que no solemos ocuparnos públicamente, quizás porque los damos por supuestos y ampliamente compartidos entre los habitantes de esta curiosa faja de tierra. Ser una república, por ejemplo, aunque a menudo lo que se quiere decir con esa palabra es algo tan simple como que no somos una monarquía, que no nos gobernamos por reyes, sino por decisiones ciudadanas y de quienes actúan como nuestros representantes elegidos, o, más simple aún, que hay ciertos momentos de la vida nacional que nos producen una particular emoción y orgulloso sentido de pertenencia, como cuando un político derrotado visita al candidato ganador o se produce la transmisión del mando presidencial y la banda pasa de un torso a otro. Pero república, claro está, es más que eso, y remite a un ideal tan difícil de alcanzar como este: gobernar siempre para el bien colectivo o general y no para beneficio del gobernante ni de grupos o sectores determinados del país que pretendan valerse de lo que es público para satisfacer su interés privado. En una época de ideales colectivos débiles, esa idea republicana debería ocupar un lugar importante en las aspiraciones que decimos compartir y estar llanos a realizar.
Damos también por supuesto que somos un país laico, y ello solo porque Iglesia y Estado están separados hace ya mucho tiempo, para bien de ambos, sin duda, porque si algo perjudica a los credos religiosos es participar o siquiera inmiscuirse en el gobierno de un país. Pueden, como cualquiera, expresar sus puntos de vista sobre los más variados asuntos, aunque es difícil que lleguen a representar a todos los que comparten la fe de que se trate. Las jerarquías religiosas están a la baja y los creyentes, muchas veces con apreciaciones diferentes acerca de cómo deben comportarse frente a determinados asuntos, prefieren ser ellos los intérpretes del mensaje del fundador de su religión y decidir con algún margen de autonomía la forma en que deben pensar y los cursos de acción que les parezcan mejores. ¿Cuánta división hubo entre los cristianos con motivo de la discusión de la ley de aborto en tres causales? ¿Cuánta en el momento que se aprobó la ley de divorcio? ¿Cuánta, mañana, cuando nos atrevamos a debatir sobre eutanasia activa? Por otra parte, viene bien al Estado hallarse separado de la Iglesia, cualquiera que esta sea, porque si lo que él tiene es el poder legítimo de utilizar la fuerza para hacer cumplir sus decisiones, constituiría un abuso invocar para ello el nombre de Dios.
Sí, en tal sentido Chile es un país laico, aunque no en el que vamos a explicar a continuación.
Un Estado confesional es el que adopta una religión oficial y excluye a las demás. Un Estado religioso es el que, sin adoptar una religión oficial, apoya a todos los credos, de una u otra forma, por entender que constituyen un bien para la sociedad y para los estándares de moralidad de esta. Estado laico, en cambio, sería el que ni adopta una religión en particular ni apoya tampoco a las religiones en general, y que, por tanto, permanece neutral frente a todas ellas. Un Estado laico proclama y respeta la libertad religiosa, incluida la de no tener religión, y se abstiene tanto de apoyar como de perjudicar a las distintas religiones e iglesias. Un Estado laico no otorga beneficios a los credos religiosos ni tampoco les hace maleficios; simplemente no toma partido ni a favor ni en contra de tales credos ni de las manifestaciones institucionales que ellos adoptan. En fin, un Estado antirreligioso es aquel que prohíbe y persigue a todas las religiones, por entender que son dañinas para la existencia individual y colectiva de las personas.
¿Es Chile un país laico en el sentido que acabamos de señalar? Por supuesto que no. Es un Estado religioso, es decir, uno que no adopta un credo oficial, pero que, de muy distintas maneras, ayuda a todas las instituciones religiosas (aunque a una más que a las demás); por ejemplo, con regímenes tributarios y arancelarios de excepción, con habituales cesiones de bienes públicos, con participación oficial en actos litúrgicos que ellas realizan.
He ahí algo que deberíamos analizar de cara a una nueva Constitución.
Agustín Squella. Abogado. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009. Profesor en la Universidad de Valparaíso
Fuente: Laicismo Org