Por Cristóbal Bellolio
La idea de meritocracia abunda en discursos políticos. Pero no siempre queda claro cuáles son sus sentidos conceptuales, sus limitaciones normativas, sus implicancias concretas. A primera vista, meritocracia evoca un sistema donde las posiciones sociales no dependen de la pertenencia a un determinado grupo sino de los méritos de los individuos. Es decir, un sistema que se opone tanto a la jerarquía de castas como a los privilegios hereditarios. Pero no se opone a toda jerarquía: el modelo meritocrático reconoce que las personas ocuparán posiciones desiguales en la estructura social, bajo la premisa de que no todas las posiciones sociales son valoradas de la misma forma. Esa desigualdad será justa si se distribuye de acuerdo a la (única) variable legítima: el merecimiento individual, un posible sinónimo de esfuerzo, productividad, capacidad, etc. En cambio, ni el apellido, ni el pituto, ni la filiación partidaria, entre otras contingencias, serán variables legítimas para justificar ventajas.
Por supuesto, la noción de meritocracia es comúnmente asociada a la idea de igualdad de oportunidades. Es un concepto que también requiere clarificación. Algunas personas entienden la igualdad de oportunidades desde una perspectiva puramente formal. Es decir, creen que el ideal se realiza si las posiciones sociales están abiertas a la competencia, en el sentido de que no contemplen discriminaciones legales. Sin embargo, al menos para la tradición liberal contemporánea, la igualdad entendida como meros horizontes abiertos al talento no es suficiente. Se haría necesario abrazar un principio de igualdad de oportunidades con más espesor sustantivo: las posiciones sociales no solo deben estar abiertas en un sentido formal, sino que todos deben gozar de una chance realista de alcanzarlas. En esta narrativa ideal, dos personas con la misma habilidad natural y las mismas aspiraciones deben tener las mismas oportunidades de alcanzar la posición social deseada independientemente de su tribu de origen. Esto implica hacer los esfuerzos necesarios para recrear una igualdad de oportunidades efectiva a través de una serie de inversiones públicas y esfuerzos redistributivos de envergadura.
Aun así, la bandera meritocrática suele levantarse de la derecha. La izquierda tiene tres problemas fundamentales con el asunto. Primero, que la igualdad de oportunidades, en teoría, no dice cuánta desigualdad de resultado es moralmente permisible. Una enorme brecha entre los que tienen más y menos tienen podría justificarse en la narrativa meritocrática, dice la crítica. Segundo, que la promesa de igualdad de oportunidades es una gran mascarada, pues las élites que la prometen –en el fondo- no están dispuestas a jugar con esas reglas. La movilidad social sería una fantasía. Es un argumento recurrente en Chile. Tercero, que las consideraciones de merecimiento individual son sencillamente injustas para ser aplicadas en una serie de espacios de convivencia, espacios que debieran ser garantizado en condiciones de plena igualdad. Es el argumento de los derechos sociales.
Ninguna de estas objeciones es invencible. Si bien es correcto que la igualdad de oportunidades puede coexistir con amplia desigualdad de resultados, la perspectiva meritocrática sostiene que la brecha se reducirá inevitablemente si los talentos naturales están aleatoriamente repartidos en la población. Es decir, una vez que el terreno de juego sea efectivamente parejo, es también de esperarse que los resultados se emparejen en el mediano plazo. En segundo lugar, los principios filosóficos no pierden su atractivo normativo por su deficiente aplicación. De eso trata justamente la teoría política ideal, en la terminología Rawlsiana. Esto es, aun concediendo que en nuestro país no existe real igualdad de oportunidades –cuestión que algunos estudios disputan-, esta no es razón suficiente para abandonarlo como norte de acción política. Aislar la variable empírica es crucial para exigirle a nuestra intuición un esfuerzo normativo, una reflexión sobre la justicia intrínseca de una distribución determinada. La tercera objeción puede revelar un legítimo separador de aguas ideológicas entre socialistas y liberales. Pero no es rígido. Meritocracia puede entenderse como gran sistema institucional e universal de asignación de cargas y recompensas, mientras que la igualdad de oportunidades como principio aplicable a ciertas distribuciones, pero no necesariamente a todas. Esta distinción abre espacios de negociación: no todo depende del mérito individual; muchas otras dependen de la calidad de ciudadano. Dicho de otra manera, el mérito es un elemento que justifica ciertas desigualdades, pero no todas las desigualdades ni mucho menos se opone a la constitución de espacios centrales plenamente igualitarios.
Desde la vereda del conservadurismo, en cambio, el problema con el mérito es su vértigo. Si la movilidad social se hace realidad, el mundo se expone a cambios culturales más pronunciados. Es el problema que denuncia clásicamente Peña: a la derecha le gusta la modernización que produce el mercado, pero no necesariamente la modernidad que viene como corolario. Ideas tradicionales que cumplen fines cohesivos se subvierten en el incentivo a la competencia que ofrece la meritocracia. Son, en efecto, dos ideologías paralelas: la comunitaria piensa que en el vínculo colectivo determina los valores a seguir, mientras la liberal apuesta por una metodología individualista para que nadie sea obligado a ser lo que no quiere ser.