Será curioso ver hasta dónde llegará la mala fe de quienes ocupan las rotondas no para ganar, sino para hacer daño.
Por ahora, y con la condición de que se lea con un mínimo de lealtad y probidad, la «Carta a los franceses» del presidente Macron tiene cinco méritos innegables.
1. Es, con su treintena de cuestiones espolvoreadas, un texto muy extraño e inédito en la tradición republicana que le pide a los franceses su opinión sobre las reformas a emprender y el espíritu de nuestras instituciones. No es un escrutinio, por supuesto, ni un referéndum; sino una propuesta de asociación sincera, casi cándida. La carta es una deliberación democrática llamada a hacerse un hueco en cada hogar, pueblo y alma; y una voluntad aparentemente sincera de decirle al espíritu de estos tiempos: no sólo «te entendí», sino que «te escuché».
2. Estas son las palabras de un presidente -con todo lo que el vocablo acarrea en Francia de nostalgia monárquica, melancolía nietzscheana y, desde hace dieciocho meses, jupiterismo- que se libra de su oropel de sabio, taumaturgo omnisciente y milagro emergido entre las urnas. No soy lobo ni zorro, parece decir. No soy sólo su elegido, y mucho menos el de la fortuna o la historia. Yo soy el emisario de sus cuadernos, el embajador de sus deliberaciones, la abeja que hará miel de sus indignaciones, el arquitecto que las transformará en soluciones. Todo esto en la medida, por supuesto, en que no me lleve a traicionar el mandato que se me dio ni a perjurar.
3. Son los franceses quienes, de repente, y a pesar de lo poco literal que se lo puedan tomar, están llamados a girar, ya no alrededor de las rotondas, sino, como los transeúntes de Atenas antiguamente, en torno a una nueva ágora asignada a este gran debate. Así deviene el ciudadano. Así surge a veces este intempestivo y gran actor que también puede ser el pueblo francés en las ricas horas de su historia. Entonces, por su meditación giratoria; por su forma de pensar y repensar las respuestas que creía poseer, pero que se convierten en preguntas; por la perturbación que puede inyectar en las reglas del saber, del poder y de la gubernamentalidad; por esta singular crisis de conciencia, que finalmente se abre en las certezas de una nación y que un gran filósofo contemporáneo podría haber llamado la «circumfesion», el pueblo vuelve a ser verdaderamente soberano.
4. No quisiéramos llevar la analogía demasiado lejos, pero, si tomamos en serio esta lógica, manteniendo todo en sus proporciones, también es una especie de gesto socrático que viene a contrariar el ejercicio tradicional de la relación entre dirigentes y dirigidos. El presidente de la República, en el momento de este gran debate, dice que quiere convertirse en el maestro de los corazones y las almas. Los alcaldes y prefectos están invitados a ser obstetras del nacimiento de la voluntad de los ciudadanos. Y toda la política francesa está llamada a transformarse en un ejercicio de mayéutica nacional. Podemos dudar, por supuesto; podemos sospechar de la maniobra y del fin político a lo Maquiavelo. Pero también podemos, como en la apuesta de Pascal, elegir creer en ella. Esta carta, entonces, es una invitación, pero también es un aviso de muerte: la de una Francia autoritaria que solo tendrá una matraca para desesperar a sus nuevos Billancourt.
5. Imaginemos, finalmente, que ganamos la apuesta. Imaginemos que, en ese acuerdo potenciado a la milésima, en ese estado general, la «voluntad de todos» provenga de una «voluntad general». Sería un debut de cambio en el funcionamiento mismo de la autoridad. Sería, en el combate tan a menudo vano y, en todo caso, infinito, entre los derechos y los deberes, los ciudadanos y sus representantes, las libertades y disciplinas, una dialéctica nueva y avanzada. Sería como si el famoso «lugar vacío» del poder identificado por los teóricos modernos de la democracia o el famoso «punto de fuga» teorizado por los Jürgen Habermas y Claude Lefort, se volvieran convexos y acogieran en su orbe un poco de la esperanza de los hombres. Sería, sin tocar una línea de nuestra constitución, una auténtica reforma de nuestras instituciones.
Queda verificar que, en en sus vías y medios, el gran debate esté a la altura de lo que nos jugamos. Y se entiende que un solo golpe no abolirá ni el azar ni lo que un país conserva de sufrimiento indigno y angustia digna.
Pero el presidente ha tendido la mano. Tomó el riesgo político de ofrecer a los chalecos amarillos esta toga de legisladores entre el pueblo. Los chalecos amarillos, a partir de ahora, tienen la opción de levantar el guante o actuar como si nada hubiera pasado.
Entre apostar, ellos también, por un diálogo, que nadie puede predecir hoy dónde nos llevará -o seguir en la caza contra las élites, periodistas, minorías y policías. Entre trabajar, de verdad, para mejorar la suerte de los más necesitados- o perseverar en un odio frío sin voluntad ni intención a la manera nihilista.
Sólo necesitamos saber que aquellos que se sientan tentados por la segunda opción -los que a partir de hoy se obstinen en su fiebre de sábado por la noche, aquellos que inflijan a sus conciudadanos nuevos fines de semana de lágrimas y vergüenza- dejarán caer sus máscaras y no tendrían más derecho a adornarse con el hermoso título de amigos de la gente.
Fuente: El Español