La reciente polémica por la actuación del denominado Pastor Soto en la cual utiliza como alfombra la bandera del orgullo LGTBI+, en la última emisión del programa de Vía X, “El Interruptor”, conducido por José Miguel Villouta, rápidamente se ha viralizado y suscitado el rechazo transversal. Una vez más el personaje, ya condenado por la justicia por sus agresiones contra Rolando Jiménez, ha contado con el espacio y la difusión de los medios de comunicación, para expresar su agenda cargada de odio, mesianismo y un grotesco sentido de la ironía.
Más allá del maniqueísmo progresista que rápidamente inunda nuestras redes (esa vaga ilusión de opinión pública a la cual los medios tradicionales se rinden y tributan), esta es una oportunidad que no podemos perder para reflexionar sobre el rol que juegan los medios de comunicación, y a quiénes dan espacio en ellos para emitir sus proclamas. Esto no debe mal interpretarse con las fantasías “protectoras de audiencias” que establece en su programa un candidato, sino con una sana reflexión sobre la autoregulación y libertad de expresión que los medios tienen y deben preservar. Si bien es verdad que el hecho de invitar o no al Pastor Soto, está dentro de los horizontes de posibilidades en los cuales puede jugar todo medio, también en ese horizonte, deben de sopesarse las características, circunstancias y relevancias de quienes son puestos frente a una cámara o micrófono. Nada justifica el actuar intolerante, cargado de odiosidad y desprecio para con la comunidad LGTBI+, ¿Pero acaso esto es una actitud nueva en él? ¿No ha incurrido este personaje una y otra vez en las mismas actitudes en medios de comunicación, espacios públicos y hasta en el congreso nacional? ¿No sopesó el canal y su dirección de contenidos que exponían al conductor, figura pública del mundo homosexual en Chile, a un menoscabo y ataque gratuito por parte de un personaje ya condenado por hechos similares? Pareciera más bien que lo sopesaron y lo invitaron exactamente para aquello, para generar el “momento televisivo del año” y poder gozar del ejercicio del castigo. ¿Había siquiera esperanza que ese intercambio de posturas pudiese enriquecer el debate público en torno a las condiciones de discriminación, persecución y exclusión a la cual se ve sometida la comunidad homosexual de nuestro país? Al parecer, nada de esto estuvo en consideración.
En las sociedades democráticas (o en tránsito de consolidación de ésta), los medios cumplen un rol fundamental: instalan, modelan, filtran y exponen estéticas, fenómenos y éticas. Pero,¿Qué en realidad representa el Pastor Soto? Es siquiera representante al menos de su credo, ya sea como autoridad moral o institucional? Nada de aquello, el Pastor Soto es un espantapájaros, un muñeco de trapo que se usa para espantar, una caricatura del otro. Pareciera que es más fácil invitar a un fanático ignorante, homofóbico, mesiánico y provinciano, que a un detractor informado, mesurado e inteligente de la agenda pro-derechos LGTBI+. Lo que ocurrió en El Interruptor, es lo que la jerga periodística llama un “tongo”, un simulacro de enfrentamiento. El pastor Javier Soto se ha transformado en un fetiche del debate público progresista, es la extensión de sus fantasías, ejerce una influencia totémica sobre sus pulsiones más básicas. Ahí está la raíz de la erótica del Pastor Soto, en la tosquedad de su imbecilidad, en el desparpajo con que escupe odio y condena. Al final, productores, entrevistadores, editores y público, se sienten seducidos y cautivos de ese carisma monstruoso.
Para quienes ya cruzamos la barrera de los treinta, por lo menos nos tocó cada par de años presenciar el circo infértil que representaban las entrevistas a Manuel Contreras, el “Mamo”. Una y otra vez nos expusimos a su odio, a su negación, a la tergiversación y menoscabo de víctimas y familiares. Al principio lo entendíamos como el ejercicio de desgarro que toda memoria colectiva necesitaba: ver la arrogancia pusilánime y negadora sumida en el laberinto de sus culpas. Pero con los años, entrevista t ras entrevista, ya fuese en su casa, en el “Hotel Cordillera” u otro lugar, nada nuevo o revelador presenciamos. Nos expusimos una y otra vez a un espectáculo que ya ni siquiera era siniestro, sino barato y desgastado. Medios de comunicación pusieron a sus rostros más emblemáticos y serios, con tal de escuchar una vez más el monólogo impresentable de negación y extravío en el que caía año tras año Contreras.
Nunca sabremos si era un verdadero objeto periodístico o la satisfacción de la degradación moral y psíquica expuesta en pantalla. Al final, revisándolas, solo parecen un ejercicio egocéntrico. La entrevista al Pastor Soto nos recuerda una vez más aquello, el patético comportamiento de los medios en su afán por las audiencias.
Por Fernando Garrido. Sociólogo